viernes, 27 de marzo de 2015

La Palabra de Dios ejerce poder


“La palabra de Dios es viva, y ejerce poder.” (Hebreos 4:12.) Estas palabras han resultado ciertas muchas veces cuando la gente que ha sido engañada por la religión falsa se ha puesto en contacto con las verdades bíblicas. Como se ve en la siguiente experiencia de la República Dominicana, el poder de la Biblia puede cambiar la vida de la gente y darle esperanza.
Los testigos de Jehová visitaron a una mujer católica influyente que acababa de perder a dos hijos pequeños. Estaba apesadumbrada y lamentaba su tragedia todos los días. Los Testigos le mostraron lo que la Biblia dice en Juan 5:28, 29 acerca de la esperanza de la resurrección. Después de varias conversaciones con los Testigos, no solo halló consuelo en la esperanza de la resurrección, sino que también se dio cuenta de que sus guías religiosos católicos la estaban engañando.
Sin dilación renunció a la Iglesia Católica y aceptó un estudio bíblico regular con los testigos de Jehová. Ahora bien, su esposo no estaba de acuerdo con sus ideas. Como él también era un católico influyente, pidió a unos amigos suyos, políticos y religiosos conocidos, que visitaran a su esposa para disuadirla de su proceder y traerla de vuelta al catolicismo. Más tarde la amenazó con el divorcio, en una ocasión incluso notificando a sus parientes y correligionarios que se divorciaban.
Pero su estrategia no funcionó. Al contrario, ella siguió estudiando la Biblia con más resolución. Debido a su crecimiento espiritual y a las buenas cualidades cristianas que cultivó, su esposo decidió seguir con ella y no divorciarse. Un día incluso concordó en examinar las publicaciones bíblicas que ella estudiaba, con una condición: usar su versión católica de la Biblia.
Para su sorpresa, con la ayuda de las publicaciones de los testigos de Jehová empezó a conseguir nuevos conocimientos directamente de su propia Biblia. Se dio cuenta de que su esposa había escogido el camino correcto, y pronto estuvo preparado para seguir su ejemplo. Vio la necesidad de hacer cambios en su vida. Un reto difícil fue dejar de fumar. Cuando leyó la revista ¡Despertad! del 8 de julio de 1989, con el título de cubierta “Se vende muerte. Diez ayudas para dejar de fumar”, se resolvió a abandonar ese hábito antibíblico. A partir de ese momento, el paquete de cigarrillos que acostumbraba a llevar en el bolsillo se vio sustituido por ese número de la revista ¡Despertad! Cada vez que tenía ganas de fumar, leía los artículos sobre el tabaco. El método surtió efecto. Después de leer los artículos muchas veces, le fue posible dejar de fumar.
Hoy ambos sirven a Jehová como ministros bautizados. Cuando las circunstancias lo permiten, él sirve de ministro de tiempo completo, dedicando gran parte de su tiempo a predicar las buenas nuevas del Reino de Dios, y es siervo ministerial en la congregación de los testigos de Jehová a la que asiste. Ambos esperan con anhelo el tiempo de la resurrección, cuando podrán recibir a sus hijos de regreso a la vida en un nuevo mundo. Sí, la Palabra de Dios, la Biblia, es viva y ejerce poder.


Fui una monja católica


 “Llegaré a ser una monja a fin de pertenecer a Jesús para siempre. Solo a él tendré en cuenta en mi vida.” Esa fue la decisión que tomó una niñita de siete años cierto día en 1916 después de haber tomado la comunión.
Yo era esa niñita. Nací el 28 de agosto de 1909, en Neufchâteau, Bélgica, de padres católicos devotos, y acaricié ese deseo desde la tierna infancia.
Teniendo presente ese ideal, hallaba placer en la oración, en pequeños sacrificios y en servir a otros. ¡Así es que pasaba muchas horas orando en la iglesia de Neufchâteau! Cada atardecer al oír las campanas me unía a unos pocos feligreses en rezar el rosario, guiados por el sacerdote.
¡Yo rezaba hasta once rosarios al día! La misa y la comunión eran ceremonias diarias para mí. Sin embargo, al tiempo de las vacaciones, asistía a varias misas durante el día, después de las cuales seguían largos períodos de dar gracias.
Durante las vacaciones de verano, después de mi segundo año de estudios para ser maestra, fui a los bosques de Neufchâteau cierta tarde para poder meditar. Todavía me puedo ver recostada sobre la hierba, volviendo a leer el libro Vida de Santa Teresita de Lisieux. Yo quería ser como ella porque pensaba que ella había tenido un profundo amor por Jesús. Estaba determinada a pagar cualquier precio para llegar a ser una monja devota, una amada esposa de Jesús.
Por eso en un día de agosto de 1926, después de haber dedicado muchas horas a la oración, arrodillada con los brazos extendidos en cruz, esperé que mis padres llegaran a casa. Apenas llegaron, les hice saber mi decisión. “Padre,” le dije, “lo siento si te hago infeliz, pero Dios me ha llamado al convento.” “Hija mía,” dijo mi padre, “todavía eres tan joven. Piensa cuidadosamente lo que quieres hacer.” Respondí: “Padre, lo he estado pensando por más de diez años.” Después de una larga conversación, él concluyó: “Hija mía, si es la voluntad de Dios, no pondré ningún obstáculo en tu camino. Tienes mi consentimiento.”
Dejo mi casa
El sacerdote hizo averiguaciones por carta al Instituto Dames Louise, y fui invitada a ir a Lovaina para una entrevista. Mi madre fue conmigo, el 5 de septiembre de 1926. Allí fuimos recibidas por la fundadora, dama Louise, quien, aunque estaba enferma en cama, se mostró lúcida, agradable y bondadosa.
Cuando mi madre mencionó que yo todavía tenía dos años más de colegio, y que ella se preguntaba si sería mejor el que yo terminara los estudios, la fundadora dijo: “No, ella debe ingresar de inmediato y nosotras nos encargaremos de que termine sus estudios con nosotras.” Esa promesa, me apena decirlo, no fue respetada.
La fecha de ingreso fue fijada para el 16 de septiembre de 1926. Pero dado que esa fue la fecha que ya habíamos fijado para hacer un viaje a Lourdes, mi madre preguntó: “¿No sería posible posponer la fecha del ingreso en vista de la peregrinación a Lourdes?” La respuesta fue: “No, su hija puede escoger; o ingresar al convento o ir a Lourdes.” Dije: “Ingresaré al convento.”
Así es que llegó el día en que con lágrimas en los ojos dejé a mi familia. Mi padre me acompañó al castillo de Ezeringen, donde las postulantas (las candidatas que quieren ser monjas) tenían que pasar por un período probatorio de seis meses. Después de decir ‘adiós’ a mi padre, fui vestida junto con otras veinte jóvenes con la capa y el tocado de postulanta. Así llegué a ser una postulanta de las Misioneras Canonesas de San Agustín. Realmente me sentí muy feliz.
Preparándome para ser monja
Como postulantas, se nos impuso el más estricto silencio. Si nos enfermábamos o teníamos problemas, teníamos que simplemente aguantarlos o si no, hablar solo con la directora. Este silencio impuesto no ayudó a estimular el amor entre nosotras.
La entrevista con la directora quien me pidió que me deshiciera de todas mis pertenencias personales me cubrió de vergüenza. Esperando ser comprendida, confié libremente en ella sin restricción, tal como tenía por costumbre cuando todavía era niña. Quedé profundamente desilusionada cuando todo lo que dijo fue: “Como penitencia, al comienzo de la comida del mediodía usted extenderá sus brazos en cruz.” Desde ahí en adelante, ya no me volví a sentir cómoda.
Un domingo mi madre vino a visitarme. En el locutorio volví a ser yo misma, espontánea, alegre. Esto sorprendió a mi directora, quien dijo a mi madre: “Señora, su hija es completamente diferente en el locutorio. Aquí es tan feliz, tan animada, mientras que en la comunidad es tan seria, tan silenciosa.” Con seguridad que era un contraste. Pero, ¿por qué? Porque aquélla no era la clase de vida que yo había esperado.
No obstante, me consolaba con la idea de que por Jesús nada podía ser demasiado difícil y que yo estaba allí para llegar a ser su esposa. Así es que sufría en silencio. Creía que como futura monja tenía que sufrir, y que puesto que había dado el primer paso, no podía volver atrás.
Cuando el período de seis meses del postulado terminó, las postulantas tenían que ir a Lovaina para el noviciado de un año (período probatorio antes de tomar los votos). La ceremonia de tomar el velo fue precedida por un retiro de una semana. Vestidas con el hábito de monja y con un velo blanco marchamos en procesión hacia la capilla.
En Lovaina las dificultades que encontré durante el postulado iban a reaparecer y aun empeorar. Mi directora en este sitio no me inspiró más confianza que la anterior. Le tenía temor y me convertí más y más en una introvertida. El sufrimiento moral iba a ser un suceso cotidiano para mí. ¡Cuántas lágrimas iba a derramar!
Los miércoles y viernes había un período de cinco minutos de autodisciplina. Para esto, nos dieron un látigo de cuerdas que tenían pequeños nudos con el cual me golpeaba para hacerme sentir verdadero dolor. En estos mismos días, al mediodía, tomábamos nuestra sopa arrodilladas.
Cada viernes, cada una por turno, mientras estaba arrodillada en el refectorio, tenía que besar los pies de todas las monjas en el convento. Cada sábado, nos reuníamos para enumerar en voz alta nuestras faltas. Cada monja se arrodillaba por turno y, en voz alta, confesaba las faltas externas que había cometido.
Cada día teníamos que repetir cinco “Padrenuestros” y cinco “Avemarías,” con los brazos extendidos en cruz. Se nos aconsejaba a realizar por lo menos una mortificación en cada comida. Y cada mes, durante la contemplación mensual, teníamos que hacer un informe a la directora y pedir permiso para usar pequeños objetos como alfileres, botones, imágenes, y así por el estilo. Todas nuestras acciones estaban estrictamente controladas, aun al salir del refectorio, el taller o la capilla, sin importar la razón. Con las manos juntas, teníamos que preguntar: “¿Me permite salir?” Cuando estábamos en la capilla, un simple ademán bastaba.
Siempre que llegábamos tarde, teníamos que excusarnos delante de la superiora, de rodillas y con las manos juntas. Después de las oraciones de la noche y antes de abandonar la capilla, cada una por turno se arrodillaba delante de la superiora, la cual hacía una pequeña señal de la cruz en la frente y decía: “Que Jesús, María y José le bendigan.”
Llega el día
Al fin llegó el muy ansiado día, el 29 de marzo de 1928. Ese fue el día cuando terminó mi noviciado y yo llegaría a ser una monja, ¡la esposa de Jesús!
Después de contestar afirmativamente a algunas preguntas, como: “¿Está actuando libremente de su propia voluntad para llegar a ser la esposa de Cristo?” fui invitada, enfrente del altar, a pronunciar mis votos. Tuve que afirmar solemnemente que prometía “delante del Dios Todopoderoso, la bendita virgen María, y nuestro padre San Agustín, vivir en pobreza, castidad y obediencia, según las reglas de San Agustín y la Constitución de nuestra Orden, y eso por tres años.”
Después de eso fui al lado de la Epístola del altar y allí firmé un registro confirmando mis declaraciones. Así es como, antes de llegar a los diecinueve años de edad, llegué a ser miembro de la Congregación de las Misioneras Canonesas de San Agustín. Entonces el sacerdote dijo: “Estos votos serán sus únicos consuelos; las acompañarán a la tumba.” Un anillo de oro, símbolo de nuestra unión con Jesús, fue entonces deslizado sobre el dedo anular de la mano derecha.
Junto con las otras monjas que habían tomado parte en la misma ceremonia, se me consideraba muerta para el mundo. Para simbolizar esta muerte, fuimos a un lugar indicado y nos arrodillamos, y entonces nos acostamos boca abajo, debajo de un paño mortuorio, como si estuviéramos enterradas. El coro cantó y al oír nosotras las palabras en latín, “levántate,” el paño mortuorio fue removido. Nos paramos y volvimos a nuestros puestos. Entonces el coro cantó un himno de resurrección, seguido por otro: “Ven, esposa de Cristo, recibe la corona que ha sido preparada para ti.” Entonces fuimos a la baranda de comunión donde la superiora nos colocó una corona de rosas hecha de tul blanco.
Realmente convencida de que era la esposa de Jesús, mi felicidad era completa. Continuaba repitiendo: “Jesús, soy tuya para siempre. Hazme una esposa de acuerdo con tu corazón; mi único deseo es complacerte.”
Ahora, ¿dónde serviría como monja? Bueno, debido a que durante mi noviciado mis superiores habían notado mi talento artístico, me dieron una asignación que me llevaría a las islas Filipinas. Iba a dar clases de pintura en el Colegio Santa Teresita, en Manila. Así es que, hacia fines de septiembre de 1929, después de haber pasado unos pocos días con mi familia y hacer colectas para cubrir los gastos del viaje, partí para las Filipinas. Era la costumbre que cada una hiciera el esfuerzo para reunir los fondos necesarios para cubrir los gastos del viaje a su asignación.
El resultado de cuarenta y tres años de monja
Hacia fines de 1929 llegué a Manila y la comunidad de Santa Teresita me dio la bienvenida. Esto inició diecisiete años de misionera en las Filipinas.
Aunque allí me sentía como en casa, una de mis actividades pronto llegó a ser una tortura para mí. Esa fue la confesión. Cuanto más iba a confesarme, más me reprendía el sacerdote. Aunque me hice aun más escrupulosa en mi trabajo, eso no parecía ser suficiente. Afortunadamente, con el tiempo el confesor fue reemplazado.
Solo sabía un poco de inglés. Por eso me sorprendí cuando mi superiora me dijo que yo enseñaría primer grado, a niños y niñas. Los jueves, puesto que no había clases, daba clases de pintura privadas. Pero a mediados del período escolar, se me pidió que fuera a Tubao para prestar ayuda con el canto de la iglesia, puesto que leía música y tocaba el piano.
En 1931 fui enviada a Tagudin, donde comencé con quinto grado y continué hasta el séptimo grado. Pero a mediados del año fui asignada como sustituta para enseñar en una escuela secundaria.
Aumentan las desilusiones
Durante las vacaciones escolares fui enviada a Baguio, ¡donde se me dio un diploma universitario por un curso que nunca había tomado! Se hizo esto para hacer creer que llenaba los requisitos necesarios para enseñar. Esta acción falta de honradez me fue muy desagradable. Además, esto me impulsó a hacer esfuerzos sobrehumanos durante el siguiente período de clases, pues en realidad no estaba capacitada para ello.
Sin embargo, por medio de trabajar duro logré equiparme con buen material. Mi superiora me prometió que no me volverían a transferir, pero esa promesa no fue respetada. De hecho, durante toda mi vida de monja, las muchas promesas hechas por aquellos que yo creía que eran representantes de Dios fueron fuente de amargas desilusiones.
Durante mis muchos años como monja misionera, enseñé diferentes cursos: matemática, pintura, ciencia, física, gimnasia, piano y otros. Pero cada mañana también trataba de religión con mis estudiantes, basándome en el catecismo que habían recibido. Este curso de religión debía haberme deparado muchas satisfacciones debido a mi vocación misionera como monja. Por lo contrario, la instrucción religiosa era una carga para mí, una tarea muy pesada a la que temía. ¿Por qué me era tan angustiosa y dolorosa? Porque sentía que no tenía nada realmente valioso que comunicar a otros.
Un año, después del retiro anual, fui a mi superiora para confiarle la resolución que había tomado durante el retiro. Cuán estupefacta quedé cuando la superiora me dijo: “No es eso lo que usted debe vigilar; más bien debe cuidarse de los celos.” ¡Quedé consternada! ¡Los celos estaban lejos de mis pensamientos! No pude entender cómo era posible que mi superiora, a quien yo implícitamente consideraba como un portavoz de Dios, hubiera actuado como lo hizo. Se nos había inculcado que nuestras superioras eran sustitutas por Dios.
Unos meses después me enfermé. ¡Cuán feliz me sentí! “¿Feliz de estar enferma,” dice usted? Sí, así es, porque durante el noviciado se nos había repetido constantemente que ‘Dios prueba a los que él ama,’ así que el estar enferma era una señal de tener el favor de Dios. Debido a que quería estar entre la gente privilegiada de Dios, ¡no quería sanarme! Padecía de una úlcera en el estómago y tuve que someterme a una operación. Después de eso fui a Baguio para la convalescencia, donde no estuve inactiva, pues iba a pedir limosna en el mercado.
Regreso a Bélgica
Pasaron los años. Vino la II Guerra Mundial y pasamos por dificultades y peligros. Luego, después de la guerra, tuve una recaída de mi salud. El cirujano no estaba de acuerdo con una segunda operación y en cambio ordenó mi regreso a Bélgica. Así es que después de diecisiete años como misionera en las Filipinas, regresé a Bélgica en marzo de 1947.
Mi actividad estaba limitada mientras más o menos hacía reposo, en espera del tiempo en que regresaría a las Filipinas como se me había prometido. Sin embargo, ésta fue otra promesa que no fue cumplida. En vez de eso fui enviada a la comunidad de Auvillar, Francia. Allí di lecciones a adolescentes escolarmente retardados. ¡Qué contraste con mis estudiantes y las clases en las Filipinas! ¡Cuán a menudo me echaba a llorar al terminar las clases! Creí que moral y físicamente me sería imposible sobreponerme a esa atmósfera.
Puesto que el Estado requería un diploma para enseñar niños de mentalidad inferior, se me pidió que me inscribiera en un curso por correspondencia. También fui a Toulouse para una instrucción de seis semanas, la cual terminaba con un examen escrito y oral. Obtuve mi diploma y resultó ser una gran revelación para mí. ¿Por qué? ¡Porque fui encomiada! Nunca antes había sido animada, así es que llegué a creer que era indigna de que se me mostrara el menor aprecio. Me dije: “Bueno, parece que en mí hay dos personas. Una ‘apreciada’ por los de fuera del convento, y la otra ‘mantenida en la oscuridad’ dentro del convento.”
Obtengo una Biblia
Se nos había prohibido leer la Biblia. Sin embargo, durante ese tiempo, en los años 1960, no me interesaba ningún otro tema de lectura. Lo que yo quería era una Biblia, pero la superiora general rehusaba permitirme una.
A pesar de eso, pude conseguir un ejemplar. Así fue como la obtuve: Necesitaba un diccionario francés para mi clase y solamente lo podía conseguir si mi familia me enviaba mil francos. ¡Una vez más ellos me ayudaron! No obstante, ¡la superiora apenas usó un tercio de esa suma y se quedó con el resto! Considerando que el sobrante me correspondía a mí, me arriesgué a pedir que se me comprara una Biblia de Jerusalén. Esta vez el pedido no fue rehusado.
Una vez que la Biblia estuvo en mi poder, decidí leer todo su contenido para averiguar por qué estaba prohibida. Lo que parecía extraño era que mi lectura de la Biblia me ayudaba a orar y meditar más que nunca antes. Aprendí muchos salmos de memoria y los decía en cada oportunidad. A veces traté de introducir la Biblia en mis conversaciones con otras monjas, pero sin resultado. A menudo les decía a las otras que nuestras conversaciones eran muy triviales. No obstante, en cuanto mencionaba asuntos espirituales se me ridiculizaba.
Puesto que mi salud no mejoraba, fui enviada de vuelta a Roulers, Bélgica, donde fui operada. Entonces fui enviada a Héverlé, un hogar para monjas gravemente enfermas donde fui operada una vez más. Después de eso mi salud mejoró gradualmente. En ese entonces tenía conmigo una pequeña radio, un regalo de mi familia. Este me permitía seguir seis cursos de la Biblia por correspondencia, y escuchar a once programas diferentes de religión. Como resultado, encontré una manera de profundizar mi estudio de la Biblia. Sin embargo, sufría por no poder comunicar mi felicidad a otros.
Empecé a darme cuenta de que los protestantes aprendían más de la Biblia. Sin embargo, un día escribí al pastor protestante que corregía mis lecciones, y en quien yo tenía la máxima confianza, preguntando qué pensaba acerca de la evolución. ¡Dijo que podía ser aceptada! Por lo tanto, disminuyó mi confianza, pues era claro que esta teoría no estaba en armonía con la Biblia, y yo estaba buscando la verdad, no la falsedad.
Una falta de amor
Entonces se celebró el Concilio del Vaticano. Esto resultó en que la Iglesia pidiera a las monjas que llevaran a cabo una renovación de su vida religiosa. Como parte de esto se me dio un cuestionario para que lo llenara, permitiéndome dar mi punto de vista.
En enero de 1968 llené el cuestionario. Dos de las preguntas eran: “¿Ha encontrado entre sus compañeras monjas (superioras u otras) suficiente ayuda para su vida espiritual?” y “¿Ha encontrado una verdadera amistad en la congregación?” A estas preguntas tuve que contestar “No.” Sencillamente nunca había encontrado un afecto verdadero, generoso entre las monjas compañeras o en la congregación. Solo había habido una apariencia de amor.
Una porción del cuestionario trataba de la “actitud de las superioras.” Esto es lo que escribí a la oficina del secretario general en Héverlé, Bélgica: “Muchas veces mis compañeras monjas me han hecho esta pregunta: ‘¿Por qué es más fácil para nosotras llevarnos bien entre nosotras que llevarnos bien con nuestras superioras?’ Esta es mi respuesta: Porque nuestras superioras no se hacen suficientemente accesibles a las hermanas y no poseen esa delicadeza maternal que las hermanas esperan de ellas.”
Continué: “Por lo general, nuestras superioras están demasiado ocupadas con asuntos externos. Están ocupadas con muchas cosas, excepto con la más importante de sus tareas... amor maternal para todas las hermanas. Sin embargo, sin excepción, Jesús amó. Jesús es amor. Esta es la concepción ideal de una madre. En todo respecto, las superioras llevan una vida totalmente distinta a la de una monja corriente, cuando por el contrario debieran ser ‘siervas.’ La monja corriente debe poder disfrutar, en pie de igualdad, de las mismas cosas que disfrutan sus superioras. No son solo el ‘nombre y el hábito’ los que tienen que cambiar, sino que también la disposición mental y el modo de vivir. Si nuestras superioras desean tener nuestro afecto y confianza, que nos amen sinceramente y que nos tengan confianza.”
“Algo anda mal”
Un día, disgustada, dije a mi superiora general: “Lo que no entiendo es que nuestro voto de pobreza siempre nos permite recibir, y cuanto más, mejor. En cambio nunca nos permite dar, ¡ni siquiera un alfiler!” ¡Y Jesús dijo que había más felicidad en dar que en recibir!
Fue lo suficientemente honesta para decir que mi razonamiento era correcto. Así es que más tarde, a un superior general de Scheut, dije: “En mi opinión, el mayor pecado en contra de la pobreza es el voto de pobreza.” Añadí: “Lo que se requiere es la abolición de esos votos.” Él no estuvo de acuerdo, diciendo que los votos nunca podrían ser abolidos.
No obstante, desde entonces, ¡los votos han sido definitivamente reemplazados por meras promesas! ¡Con seguridad algo debe andar mal en un sistema que tiene tantas contradicciones! Así es que continué repitiendo que muy pronto los conventos dejarían de existir. Por cierto, cada vez crecía más en mí el sentimiento de que los conventos eran instituciones diabólicas. Y más y más me convencía de esto por los abusos que veía. Por ejemplo, abusos en comodidad. Vi con mis propios ojos que se hacían gastos totalmente innecesarios e injustificados en una escala que continuaba aumentando. Así es que a medida que el tiempo pasaba, mis ojos llegaron a abrirse. Pude ver que la vida en el convento se estaba haciendo sencillamente imposible.
También comencé a darme cuenta de cuán vacías eran las ceremonias religiosas que siempre había apreciado tanto. A pesar de todas las decoraciones, las flores, los hermosos ornamentos del altar, los atavíos del sacerdote y la música, una vez que la ceremonia había terminado estaba consciente de que no había derivado ni el más mínimo provecho espiritual. En particular en estas ocasiones me ponía a observar al sacerdote. Muy a menudo había quedado desilusionada con él, y me había dicho: “¡Qué descuidado! Es como si no le importara lo que está haciendo y como si él mismo no creyera en ello.” Hacía el signo de la cruz automáticamente y la genuflexión con muy poco respeto.
Cierto día, al oír que durante el Concilio del Vaticano los obispos discutieron cambios en la eucaristía, me dije: “Algo anda mal aquí. La verdad es incuestionable y nunca cambia.”
En otra ocasión, ¡se me dijo que la sagrada sangre en Brujas no era real! En la Basílica de la Sagrada Sangre de la ciudad belga de Brujas se encuentra la urna de oro macizo de la Sagrada Sangre. En ésa se alega que se encuentran unas pocas gotas de la sangre de Cristo. Todos los años una procesión pasa a través de la parte vieja de la ciudad, llevando la urna con tradicional pompa. Pero ahora pensé: “¿Es posible que la Iglesia nos haya permitido tanta idolatría durante todas esas procesiones de la Sagrada Sangre? ¡Es tiempo de que encuentre la VERDAD!”
Le mencioné todo esto a otra monja y añadí: “Estoy buscando la verdad y cuando la encuentre, ¡nada me detendrá!” De ahí en adelante puse más empeño en mi búsqueda por la verdad.
¡Hallando la verdad que lleva a la vida!
Alrededor de agosto de 1969 recibí un libro de otra monja. Se intitulaba “La verdad que lleva a vida eterna.” Ella lo había recibido de su sobrino, quien era un testigo de Jehová.
Cuando me lo trajo ella me dijo: “Me lo dio mi sobrino. No te imaginas lo celoso que es. Me ha prometido una Biblia, ¿y puedes creerlo?... ¡predica de casa en casa y hasta da conferencias bíblicas!”
La escuché muy atentamente. Tomé el libro y dije: “Eso me interesa, porque ahora estoy buscando la verdad.” De inmediato comencé a leer el primer capítulo. Noté que era muy distinto de mis enseñanzas religiosas.
Sin embargo, poco después tuve que ingresar en la clínica, pues el médico consideró que mi estado era grave. Así es que antes de irme puse todas mis cosas en orden y le devolví el libro a mi compañera monja. Pero el diagnóstico fue inexacto, y muy pronto estuve de regreso. Busqué el libro... ¡pero qué desilusión! La monja me devolvió solo sus tapas. ¡Había botado las páginas de adentro! Fui a verla y le expresé mi pesar por lo que había hecho, repitiendo que había tenido tantos deseos de leer el libro.
Un viaje inolvidable
Un día la superiora anunció que querían voluntarias para aprender de peinadora. Me ofrecí y seguí un curso dictado por la escuela “Oréal” de Bruselas. Recibí instrucciones de presentarme delante de la Junta Examinadora en Bruselas el día 26 de octubre de 1970 para pasar mis exámenes de peinadora.
Fui a la hora convenida. Sin embargo, cuando se pasó lista de los nombres, el mío no estuvo incluido. Hasta se mostraron sorprendidos de verme allí. La secretaria me despidió, informándome que me volverían a llamar el próximo mes.
No deseando aprovecharme de esta inesperada libertad, fui al convento donde debía pasar la noche. Cuando dije a las monjas que regresaría a Héverlé en el primer tren, me aconsejaron que regresara en autobús; era más barato. Deseando respetar mi voto de pobreza, concordé.
Para llegar a la parada de autobús, tuve que tomar un tranvía. Como no conocía la localidad, pedí a dos hombres que viajaban en el mismo tranvía que me indicaran dónde bajarme. Prometieron avisarme cuando llegáramos a la parada de autobús. ¡Pero me dijeron que bajara por lo menos dos paradas antes! Así es que tuve que caminar el resto del trayecto, cargando dos pesadas valijas.
Al fin descansé las valijas en el suelo y miré alrededor buscando la parada de autobús. En ese preciso momento, un auto se detuvo a mi lado. El chofer dijo: “Señora, ¿va usted a Lovaina? ¿Puedo llevarla?”
Me turbé, pues pensaba que no era apropiado viajar con un hombre. Pero entonces él continuó hablando, diciendo: “Si es que no le importa viajar con un testigo de Jehová.” Aunque no conocía muy bien a los testigos de Jehová, esto me inspiró confianza y acepté el ofrecimiento. Después supe que ésta fue la primera vez que él había tomado la iniciativa de detenerse y ofrecerse a llevar a alguien. Por lo general, esperaba una señal de parte del caminante. Era también la primera vez que iba por este camino por la tarde. Hasta entonces, siempre había salido de mañana. ¡Pero qué bendiciones trajeron estas coincidencias!
Se hizo cargo de mis valijas y me ayudó a subir al auto. Tan pronto como estuve sentada, dijo: “Como usted sabe señora, los testigos de Jehová hablan mucho de la Biblia.” Le respondí que por el momento ésta era casi la única cosa que en realidad me interesaba, y que había tomado un curso bíblico por correspondencia y escuchaba programas de religión por la radio.
Comenzó a hablarme acerca de varias doctrinas, como la Trinidad, y esto me asombró. Mencioné que lo que él me estaba diciendo era contrario a las enseñanzas de mi Iglesia, pero que sin embargo parecía estar en armonía con la Biblia. Cuanto más escuchaba, más atónita quedaba. Reconocía que todo lo que estaba diciendo ciertamente estaba en armonía con la Biblia. Mientras prestaba atención, oré para que el espíritu santo me ayudara y no me dejara ser inducida al error.
Cuando llegamos a Lovaina, el Testigo dijo adiós y al mismo tiempo me ofreció un libro. Sí, ¡era La verdad que lleva a vida eterna! Le agradecí calurosamente por él, y por todo el camino al convento medité en lo que habíamos conversado. Estaba también muy contenta por tener otro ejemplar del libro que había visto unos pocos meses antes. Ahora podía proseguir mi búsqueda de la verdad.
Aumentando en conocimiento exacto
Al entrar a mi habitación, comencé a orar. Esta vez, oré a Jehová, explicando mi situación y pidiendo que me ayudara. En otra mañana pedí a Jehová que me enviara a alguien para que me mostrara la dirección correcta a tomar.
Ese día, en vez de empezar a peinar a las 11 de la mañana como generalmente hacía, tenía cita para las 2 de la tarde para peinar a una monja. Se puede imaginar mi sorpresa, al ver, al bajar las escaleras, ¡al hombre que me había traído desde Bruselas! Debido a la cita a las 2 de la tarde él propuso volver una hora más tarde. Para entonces estuve desocupada y lo pude recibir en un pequeño locutorio.
Él sugirió que para poder adquirir más conocimiento exacto de la Palabra de Dios, debía tener un estudio de la Biblia, que sería conducido por dos mujeres de la congregación local de testigos de Jehová. Llena de gozo acepté su ofrecimiento. El primer estudio se celebró en mi habitación, ¡dentro del mismo convento!
Cuando supe que después de estudiar por seis meses tendría que tomar una decisión, me dije a mí misma: “¿Piensan ellas que voy a cambiar? Si es así, están equivocadas. Todo lo que quiero es un estudio detallado de la Biblia.” Me apliqué al estudio muy seriamente.
¡Por fin la verdad!
Entonces una mañana la Testigo me invitó a una asamblea de tres días de instrucción bíblica celebrada cada seis meses y organizada por los testigos de Jehová. La superiora me autorizó a salir, sin saber adónde iba, y todos me desearon un feliz fin de semana.
Durante el viaje me dije: “No me voy a dejar embaucar. Escucharé y tomaré nota de todo. Si oigo una sola palabra contraria a la Biblia, ése será el fin de una vez y para siempre.”
En la asamblea encontré que todo era edificante. Tuve la definida impresión que había pasado de la oscuridad a la luz. Me conmovió profundamente el amor fraternal que desplegaban los Testigos. ¡Ciertamente había encontrado el verdadero amor cristiano que había estado buscando por cuarenta y cinco años! ¡Llegué a la conclusión de que por fin había encontrado la verdad!
Al regresar al convento, percibí aún más la verdad de las palabras que tanto había repetido en los meses recientes: “Estamos en un sistema diabólico. No puedo continuar viviendo aquí como una hipócrita.” Oré a Jehová, implorándole por guía.
Realizando la separación
Esa misma noche después de haber vuelto de la asamblea, me senté y le escribí una carta al papa. Le pedía que me concediera la dispensación de mis votos. Escribí otra carta a mi superiora general.
Sin embargo, entonces recordé que desde el Concilio del Vaticano nuestros reglamentos y nuestras constituciones habían sido quemados. Por consiguiente, nosotras ya no éramos las Misioneras Canonesas de San Agustín, según cuyos reglamentos había tomado mis votos. Llegué a la conclusión de que no necesitaba ser dispensada de mis votos.
Lo que es más, ya no aceptaba a la Iglesia Católica Romana como la Iglesia de Cristo. Esta estaba en oposición a la Palabra de Dios. Por lo tanto, ya no veía la necesidad de consultar con el dirigente de una iglesia apóstata para pedirle ningún permiso. Así es que aquellas cartas que había escrito nunca fueron enviadas.
Habiendo comparado las verdades de la Biblia con las enseñanzas religiosas que había recibido, comprendí más y más que las principales enseñanzas de la Iglesia no estaban de acuerdo con la Biblia. Por ejemplo, Jesús no es el Dios Todopoderoso. Además, la Trinidad no existe. La misa y la comunión no tienen base bíblica. Y ¿qué hay acerca de las almas en el fuego del infierno, que están allí por haber tomado la comunión sin haber ayunado, o por haber mordido o tocado la hostia, o por no haber asistido a la misa dominical, o por haber comido carne en viernes? ¡Ahora todas estas cosas se permiten! Estos hechos ayudaron a convencerme de que había encontrado la verdad.
El 23 de enero de 1971 llamé por teléfono para agradecer a la Testigo que tan bondadosamente se había hecho cargo de mí durante la asamblea. Cuando me preguntó qué iba hacer, le contesté: “Estoy lista para irme.”
Decidí irme al día siguiente, a pesar del hecho de que no estaba en buena salud, y también a pesar de mi edad y otros factores. No obstante, después de profunda reflexión, dije a Jehová que debido a su amor, me entregaría a él sin reservas. Él podía usarme como quisiera. Solo pedía que se hiciera su voluntad y no la mía. Me apoyé por completo en él y durante toda la noche le oré repetidamente. No me preocupé más acerca del alimento, ropa y alojamiento. Tenía ojos para solo una cosa: Predicar las buenas nuevas del reino de Dios, y traerle la verdad a tantas personas de condición de oveja como fuera posible.
Al día siguiente vinieron por mí dos testigos de Jehová. Mi partida fue tranquila. Había unas treinta monjas en el convento y todas miraron, sorprendidas, pero sin decir una palabra. Cuando la sacristana quiso saber lo que estaba pasando, dije: “Se acuerda que le dije que cuando yo encontrara la verdad, nada me detendría. La encontré con los testigos de Jehová y es por eso que me voy con ellos.” Se fue sin decir otra palabra.
Permanecí dos meses con una familia de Testigos en Bruselas. No aceptaron ningún pago por mi alojamiento. Uno podía notar que todo esto se hacía por puro amor a Jehová. Estaba tan contenta de estar por fin libre de la influencia del imperio mundial de la religión falsa, al cual la Biblia llama “Babilonia la Grande,” y estar en la compañía de estos dedicados cristianos.
Y así llegó el tiempo cuando me dediqué verdaderamente a Jehová. Solo quería hacer Su voluntad, como una de sus testigos. Cinco meses más tarde, el 26 de junio de 1971 —después de cuarenta y tres años como una monja misionera— simbolicé esta dedicación por bautismo en agua.
En la actualidad, para mantenerme, trabajo parte del tiempo como ama de llaves, pero no siento pesar, pues mi felicidad es completa. Siento que ahora realmente soy una misionera, que llevo una vida mucho más honesta que cuando era una monja. En realidad sí hay una cosa que me pesa: que haya tenido que esperar tanto tiempo antes de poder demostrar a Jehová Dios que lo amo, y esto con entendimiento exacto de su Palabra.
Así es que ahora se ha realizado el deseo que expresé en 1916 cuando yo era esa niñita de siete años, de entregarme enteramente al servicio de Dios. Desde ahora en adelante, doy el resto de mi tiempo para hacer discípulos de Jesucristo, tal como él dijo a sus seguidores que hicieran. Hago esto por medio de predicar las buenas nuevas del reino de Dios y por medio de compartir con otros las verdades que he encontrado. Espero que muchas más personas de corazón honrado sientan el mismo gozo que yo siento, al aceptar, mientras todavía queda tiempo, la verdad que lleva a vida eterna en el nuevo sistema de cosas prometido por Dios.


Efectos de las telenovelas en nuestras vidas


Una mujer confesó: “He sido adicta a las telenovelas durante trece años. Creía que, con asistir a las reuniones y predicar de vez en cuando, mi espiritualidad no se vería afectada. Pero no fue así. Acabé adoptando la actitud mundana típica de las telenovelas: si tu esposo te trata mal o no te hace sentir querida, el adulterio está justificado; la culpa es de él. Creyendo que estaba ‘justificada’, finalmente cometí adulterio y así pequé contra Jehová y contra mi cónyuge”. Esta mujer fue expulsada de la congregación, pero con el tiempo recapacitó, se arrepintió y fue readmitida. Aquellos artículos que prevenían contra las telenovelas le dieron fuerzas para evitar la clase de entretenimiento que Jehová odia (Amós 5:14, 15).
Otra carta decía: “Lloré al leer los artículos, porque me di cuenta de que mi corazón ya no le pertenecía por completo a Jehová. Así que le prometí en oración que me libraría de la adicción a estas series”. Después de agradecer los artículos, una cristiana que reconoció ser adicta a las telenovelas dijo: “Me pregunté [...] si podrían estar afectando mi relación con Jehová. ¿Cómo podía ser amiga de ‘ellos’ [los personajes de las series] y al mismo tiempo ser amiga de Jehová?”. Si hace casi veinticinco años ese tipo de programas de televisión ya corrompían el corazón de las personas, ¿qué efecto tendrán ahora? (2 Timoteo 3:13.) No subestimemos, por tanto, la trampa satánica del entretenimiento dañino en cualquiera de sus variantes, ya sea en forma de telenovelas, videojuegos violentos o videos musicales inmorales.

Una hermana precursora confesó que era adicta a las telenovelas, pues las veía desde las 11.00 de la mañana hasta las 3.30 de la tarde cada día. Cuando, por un discurso de una asamblea de distrito, aprendió lo dañinos que son estos programas inmorales, oró a Dios sobre este asunto. Pero le tomó bastante tiempo vencer este hábito. ¿Por qué? Porque, como dijo: ‘Oraba para vencer el hábito y después, de todas maneras, veía los programas. De modo que decidí quedarme en el servicio del campo todo el día para no tener la tentación. Por fin llegué al punto de poder apagar la TV por la mañana y mantenerla apagada todo el día’. Sí, además de orar para vencer su debilidad, tuvo que trabajar en vencerla.
Hace aproximadamente veinticinco años, La Atalaya dio una amorosa advertencia sobre las series de televisión. Hablando del sutil efecto que pueden tener las populares telenovelas, la revista mencionaba: “Se emplea la búsqueda del amor para justificar cualquier tipo de conducta. Por ejemplo, cierta joven soltera que está embarazada dice a una amiga: ‘Pero yo amo a Víctor. No me importa. [...] ¡El llevar dentro de mí su hijo compensa todo lo que yo tenga que hacer!’. La suave música de fondo dificulta el calificar de incorrecto el derrotero de ella. A la telespectadora también le agrada Víctor. Siente compasión por la muchacha. ‘La comprende.’ ‘Es asombrosa la manera como una razona’, declaró una telespectadora que más tarde recobró el juicio. ‘Sabemos que la inmoralidad es incorrecta. [...] Pero me di cuenta de que mentalmente estaba participando en ello’”.
 Desde que se publicaron esos artículos, este tipo de programas degradantes se han vuelto cada vez más comunes. De hecho, en muchos lugares se emiten las veinticuatro horas del día. Y tanto hombres como mujeres, e incluso muchos adolescentes, alimentan de forma regular su mente y corazón con estas series. Sin embargo, los cristianos no deberíamos engañarnos. Sería un grave error razonar que no está mal ver esos programas porque, al fin y al cabo, en la vida real se ven cosas mucho peores. En cualquier caso, ¿qué justificación puede tener un cristiano para elegir entretenerse con personas a las que jamás se le ocurriría invitar a su casa?



Carta de la República Dominicana



“Jamás me he sentido tan querida”
Niurka presentó por primera vez un tema bíblico delante de la congregación. Para prepararse, había escrito en braille lo que iba a decir y luego lo memorizó. Yo estaba con ella en la plataforma, interpretando el papel de una persona que quería conocer la verdad de la Biblia. Un micrófono llevaba mi voz a los auriculares de Niurka. Al terminar, todos los presentes aplaudieron tan fuerte que hasta ella pudo oírles. Su sonrisa reflejaba la alegría y satisfacción que sentía. Y, por supuesto, yo también estaba contenta. ¡Qué felicidad produce el servicio misional!
Recuerdo el día que conocí a Niurka; de eso hace dos años. Llevaba media hora conduciendo por polvorientos caminos rurales cuando la vi por primera vez. Estaba sentada a la puerta de su casa, una sencilla construcción de madera y bloques de hormigón con un techo de zinc oxidado. Las cabras, los conejos y los perros aportaban sus sonidos y olores a la escena. Niurka estaba sentada con la cabeza agachada, la viva imagen de la soledad y la depresión. Tenía 34 años, pero parecía mucho mayor.
Cuando le di un golpecito en el hombro, levantó la cabeza y nos miró con unos ojos que hacía once años habían dejado de ver. Gritándole al oído, le pude decir quiénes éramos. Tiempo después supe que Niurka padece el síndrome de Marfan, una enfermedad genética que la hacía sufrir mucho. También tiene diabetes grave, lo que exige un control permanente de sus imprevisibles niveles de azúcar.
En cuanto le puse la Biblia en las manos, la identificó y me dijo que antes de perder la vista le encantaba leerla. Ahora bien, ¿cómo iba a enseñar las alentadoras verdades de la Palabra de Dios a aquella criatura frágil y humilde, que se hallaba tan sola? Puesto que ella conocía el alfabeto, empecé colocándole letras de plástico en las manos, y no tardó en reconocerlas. Después, tocando mis manos mientras me comunicaba por señas, Niurka aprendió a relacionar cada letra del alfabeto con su equivalente en el lenguaje de señas americano. Poco a poco aprendió otras señas. Puesto que yo misma estaba empezando a aprender el lenguaje de señas, cada sesión de estudio me exigía horas de preparación. Pese a todo, tanto Niurka como yo estábamos muy entusiasmadas, así que nuestra habilidad con el lenguaje de señas aumentó con mucha rapidez.
El progreso de Niurka recibió un fuerte impulso cuando una organización benéfica le entregó unos audífonos sencillos, pero que le fueron de gran ayuda. Después de más de una década en oscuridad y en un silencio casi absoluto, Niurka se había encerrado en sí misma. No obstante, el espíritu de Jehová le despertó tanto la mente como el corazón, llenándolos de conocimiento, esperanza y amor. Al poco tiempo, con la ayuda de un bastón, Niurka ya caminaba por su vecindario hablando a otras personas sobre la verdad bíblica.
Ahora Niurka enseña a su tía y a dos de sus primas lo que ha aprendido en la Biblia. Para ello, se prepara muy bien memorizando cada lección. Sus estudiantes leen el párrafo, y Niurka lee la pregunta de su libro en braille. La persona que la acompaña le repite la respuesta ya sea hablándole alto al oído o mediante las señas táctiles.
Toda la congregación ayuda y anima a Niurka. Varios de sus hermanos cristianos la llevan a las reuniones y asambleas, y otros la acompañan a predicar. Hace poco, ella me dijo: “Jamás me he sentido tan querida”. Quiere bautizarse en nuestra próxima asamblea de distrito.
Cuando pasamos ahora frente a la casa de Niurka, la vemos sentada con la cabeza bien alta y una sonrisa iluminándole el rostro. Le pregunto por qué sonríe, y ella me contesta: “Pensaba en el futuro, cuando la Tierra sea un paraíso. Me imaginaba que ya estaba allí”.


Buscar primero el Reino me ha dado una vida estable y feliz


RELATADA POR JETHA SUNAL
Después de desayunar, oímos un anuncio en la radio que decía: “Los testigos de Jehová están fuera de la ley, y su obra queda proscrita”.
Corría el año 1950. Cuatro mujeres de veintitantos años servíamos de misioneras de los testigos de Jehová en la República Dominicana, adonde habíamos llegado el año anterior.
No siempre tuve la meta de ser misionera, aunque de pequeña asistía a la iglesia. Mi padre, sin embargo, dejó de ir durante la primera guerra mundial. El día de mi confirmación en la Iglesia Episcopal, en 1933, el obispo leyó solamente un versículo de la Biblia y luego pasó a hablar de política. Mi madre se disgustó tanto que no volvió a pisar la iglesia.
Cambia nuestra vida
Mis padres, William Karl y Mary Adams, tuvieron cinco hijos: tres varones (Don, Joel y Karl) y dos mujeres (Joy, la menor, y yo, que era la mayor). Tendría yo unos 13 años cuando, cierto día, al regresar de la escuela, encontré a mamá leyendo un folleto editado por los testigos de Jehová que se titulaba El Reino, la esperanza del mundo. “Esto es la verdad”, me dijo ella.
Mamá nos hablaba a todos de lo que aprendía de la Biblia. Sus palabras y su ejemplo nos inculcaron la importancia del consejo de Jesús: ‘Busquen primero el Reino y Su justicia’ (Mateo 6:33).
Yo no siempre la escuchaba con agrado. En cierta ocasión le dije: “Mamá, o dejas de predicarme, o no te vuelvo a secar los platos”. Pero ella seguía hablándonos con tacto. Nos llevaba a los cinco hijos a los estudios bíblicos que tenían lugar en casa de Clara Ryan, quien vivía cerca de nuestra casa en Elmhurst (Illinois, EE.UU.).
Clara también daba clases de piano. Cuando sus estudiantes tocaban en los recitales anuales, aprovechaba la oportunidad para hablar del Reino de Dios y la esperanza de la resurrección. Como me interesaba la música, pues había estudiado violín desde los siete años, la escuchaba.
Al poco tiempo, los cinco hijos acompañábamos a mamá a las reuniones de congregación que se celebraban en la zona oeste de Chicago. Era un viaje largo en autobús y tranvía, pero formaba parte de nuestra preparación inicial sobre lo que implica buscar primero el Reino. En 1938, tres años después de que mamá se bautizó, la acompañé a una asamblea de los testigos de Jehová en Chicago, una de las cincuenta ciudades conectadas por radioteléfono para la ocasión. Lo que oí me llegó al corazón.
Sin embargo, llevaba la música muy adentro. Cuando me gradué de la escuela secundaria, en 1938, mi padre me envió al Conservatorio Americano de Música de Chicago, donde estudié durante los dos años siguientes. También toqué en dos orquestas y pensé en dedicarme a la música como carrera.
Mi profesor de violín, Herbert Butler, había emigrado de Europa a Estados Unidos, de modo que le di el folleto Refugiados, pensando que le gustaría leerlo. Lo hizo, y a la semana siguiente, después de clase, me dijo: “Jetha, tocas bien, y si sigues estudiando, podrás conseguir empleo en la orquesta de una emisora de radio o como maestra de música. No obstante —añadió mientras señalaba el folleto que le había regalado—, creo que tu corazón está aquí. ¿Por qué no haces de esto tu carrera?”.
Pensé detenidamente en lo que me había dicho. En vez de seguir en el conservatorio, acepté ir con mi madre a la asamblea de los testigos de Jehová en Detroit (Michigan) en julio de 1940. Dormimos en tiendas de campaña ubicadas en un campamento de casas remolque. Naturalmente, me llevé el violín y toqué en la orquesta de la asamblea. En el campamento conocí a muchos precursores (evangelizadores de tiempo completo), y todos me parecían muy felices. Decidí bautizarme y llenar una solicitud para el servicio de precursor, y pedí a Jehová que me ayudara a hacer del ministerio de tiempo completo la carrera de mi vida.
Comencé como precursora en mi ciudad natal. Posteriormente fui a Chicago, y en 1943 me mudé a Kentucky. Aquel verano, justo antes de la asamblea de distrito, recibí una invitación para asistir a la segunda clase de la Escuela de Galaad, donde recibiría formación para el servicio misional. Las clases comenzarían en septiembre.
Durante la asamblea de aquel verano, me hospedé con una Testigo que me ofreció todo lo que quisiera del ropero de su hija; esta había ingresado en el ejército y le había dicho a su madre que regalara todas sus pertenencias. Para mí, estas provisiones fueron un cumplimiento de la promesa de Jesús: “Sigan, pues, buscando primero el reino y la justicia de Dios, y todas estas otras cosas les serán añadidas” (Mateo 6:33). Los cinco meses en Galaad pasaron volando, y cuando me gradué, el 31 de enero de 1944, ardía en deseos de comenzar el servicio misional.
Mi familia también escoge el servicio de tiempo completo
Mamá había comenzado a servir de precursora en 1942. En aquel tiempo, mis tres hermanos y mi hermana todavía estudiaban. Mi madre solía ir a buscarlos a la escuela y se los llevaba al ministerio del campo. También les enseñó a colaborar en los quehaceres domésticos. Con frecuencia se quedaba levantada hasta muy tarde planchando o haciendo otras tareas para poder salir al ministerio durante el día.
En enero de 1943, mientras yo aún era precursora en Kentucky, mi hermano Don también empezó el precursorado. Papá se disgustó, pues esperaba que todos sus hijos fueran a la universidad, como habían hecho él y mamá. Después de ser precursor por casi dos años, Don fue invitado a proseguir su ministerio de tiempo completo en las oficinas centrales de los testigos de Jehová en Brooklyn (Nueva York).
Joel comenzó el precursorado en junio de 1943 mientras vivía en casa. Durante aquel tiempo trató de convencer a papá para que asistiera a una asamblea, pero no lo consiguió. Sin embargo, viendo que Joel no lograba comenzar un estudio bíblico en aquel territorio, papá accedió a estudiar con él el libro “La verdad os hará libres”. Aunque respondía a las preguntas con facilidad, le exigía a Joel pruebas bíblicas de lo que decía el libro. Aquello ayudó a mi hermano a hacer suyas las verdades de la Biblia.
Joel esperaba que la Junta de Servicio Militar Obligatorio que había eximido a Don por ser ministro hiciera lo mismo con él. Pero cuando vieron lo joven que parecía, se negaron a clasificarlo como ministro y le enviaron un aviso para que se presentara a hacer el servicio militar. Al negarse a ser reclutado, se ordenó su arresto. Cuando el FBI lo encontró, pasó tres días en la cárcel del condado de Cook.
Papá usó la casa como fianza. A partir de ese momento, hizo lo mismo por otros jóvenes Testigos que afrontaron la misma situación. Indignado por esta injusticia, mi padre viajó con Joel a Washington, D.C., para ver si podían apelar. Finalmente clasificaron a Joel como ministro y se desestimó la causa. Estando en mi asignación misional, recibí una carta de mi padre en la que decía: “Supongo que hay que atribuir esta victoria a Jehová”. A finales de agosto de 1946 invitaron también a Joel a formar parte del personal de las oficinas centrales en Brooklyn.
Karl hacía el precursorado durante sus vacaciones escolares hasta que terminó la escuela secundaria a principios de 1947; entonces comenzó a servir de precursor regular. Como la salud de papá estaba debilitándose, Karl le ayudó en su negocio un tiempo hasta que se marchó para emprender una asignación de precursor en otro lugar. A finales de 1947, Karl comenzó a servir con Don y Joel en las oficinas centrales de Brooklyn como parte de la familia Betel.
Joy se hizo precursora al terminar la escuela secundaria, y en 1951 se unió a nuestros hermanos en Betel, donde trabajó de ama de llaves y en el Departamento de Suscripciones. En 1955 se casó con Roger Morgan, también betelita. Unos siete años más tarde decidieron tener su propia familia, de modo que se marcharon de Betel y con el tiempo criaron dos hijos, que también sirven a Jehová.
Cuando todos los hijos estábamos en el servicio de tiempo completo, mamá le dio a papá el estímulo que le hacía falta, de manera que él dedicó su vida a Jehová y se bautizó en 1952. Aunque su enfermedad le imponía limitaciones, durante los quince años de vida que le restaron llevó la verdad del Reino a otras personas de maneras muy originales.
Mamá siguió siendo precursora hasta su muerte, con un breve intervalo por la enfermedad de papá. Nunca tuvo automóvil ni viajó en bicicleta. Aunque era una mujer menuda, iba caminando a todas partes, muchas veces adentrándose en el campo, para dirigir estudios bíblicos.
El campo misional
Después de graduarnos de la Escuela de Galaad, un grupo de precursoras servimos durante un año al norte de la ciudad de Nueva York hasta que conseguimos los documentos necesarios para viajar. Finalmente, en 1945 partimos para nuestro destino, Cuba, donde fuimos adaptándonos a un nuevo estilo de vida. La respuesta de la gente a la predicación era buena, y al poco tiempo todas dirigíamos muchos estudios bíblicos. Estuvimos allí varios años, hasta que se nos reasignó a la República Dominicana. Cierto día conocí a una señora que me pidió que visitara a una clienta suya, una mujer de Francia llamada Suzanne Enfroy, quien deseaba que la ayudaran a entender la Biblia.
Suzanne era judía, y luego de que Hitler invadiera Francia, su esposo los había sacado a ella y a sus dos hijos del país. Suzanne contaba enseguida a otros lo que aprendía. Primero habló con la mujer que me había pedido que la visitara y luego con una amiga de Francia llamada Blanche. Ambas progresaron hasta bautizarse.
Suzanne me preguntó qué podía hacer para ayudar a sus hijos. Su hijo estudiaba medicina y su hija ballet, con la esperanza de bailar en el Radio City Music Hall de Nueva York. Suzanne les envió suscripciones a las revistas La Atalaya y ¡Despertad!, lo que llevó a que su hijo, su nuera y la hermana gemela de esta se hicieran Testigos. A Louis, el esposo de Suzanne, le preocupaba el interés de su mujer por los testigos de Jehová debido a que el gobierno de la República Dominicana había proscrito la obra para aquel entonces. Pero después de que toda su familia se mudó a Estados Unidos, él también terminó por hacerse Testigo.
La proscripción no nos detiene
Aunque la obra de los testigos de Jehová se proscribió en la República Dominicana no mucho tiempo después de que se nos asignara allí en 1949, estábamos resueltos a obedecer a Dios como gobernante y no a los hombres (Hechos 5:29). Seguimos buscando primero el Reino de Dios dando a conocer sus buenas nuevas, tal como dijo Jesús que harían sus seguidores (Mateo 24:14). No obstante, aprendimos a ser “cautelosos como serpientes, y, sin embargo, inocentes como palomas” al llevar a cabo nuestra predicación (Mateo 10:16). Mi violín, por ejemplo, me vino muy bien. Me lo llevaba cuando iba a dirigir estudios bíblicos, y aunque mis estudiantes no se hicieron violinistas, varias familias llegaron a servir a Jehová.
Una vez impuesta la proscripción, nos trasladaron a nosotras cuatro —Mary Aniol, Sophia Soviak, Edith Morgan y yo— del hogar misional de San Francisco de Macorís al de la sucursal de Santo Domingo, la capital. Sin embargo, todos los meses viajaba a nuestra asignación original para dar una clase de música, lo que me permitía llevar en la funda del violín alimento espiritual para nuestros hermanos cristianos y traer los informes de su actividad en la predicación.
Cuando los hermanos de San Francisco de Macorís fueron encarcelados en Santiago por su neutralidad cristiana, me pidieron que les llevara dinero y, de ser posible, Biblias, y también que trajera noticias suyas para sus familias. Cuando los guardias de la prisión de Santiago vieron la funda del violín que llevaba debajo del brazo, preguntaron: “¿Para qué es eso?”. “Para entretenerlos”, respondí.
Una de las canciones que toqué había sido compuesta por un Testigo mientras estaba en un campo de concentración nazi. El cántico es ahora el número 29 del cancionero de los testigos de Jehová. Lo toqué para que nuestros hermanos encarcelados aprendieran a cantarlo.
Me enteré de que habían transferido a muchos Testigos a una hacienda que pertenecía a Trujillo, el jefe del gobierno, ubicada a poca distancia de la ruta del autobús. Hacia el mediodía me bajé del autobús y pregunté cómo llegar. El propietario de una pequeña tienda me señaló un punto ubicado detrás de una cordillera y me ofreció su caballo y la guía de un muchacho si le dejaba el violín como garantía.
Más allá de aquellas montañas, tuvimos que vadear un río, ambos montados sobre el caballo mientras este nadaba. Allí vimos una bandada de papagayos, cuyas plumas de verde y azul iridiscente brillaban al sol. Fue un espectáculo tan precioso que oré diciendo: “Gracias, Jehová, por haberlos hecho tan hermosos”. Finalmente llegamos a la hacienda a las cuatro de la tarde. El soldado que estaba al mando tuvo la amabilidad de permitirme hablar con los hermanos y darles todo lo que les había llevado, incluso una pequeña Biblia.
El viaje de regreso lo hice orando todo el tiempo, pues ya había oscurecido. Llegamos a la tienda empapados por la lluvia. Como ya había salido el último autobús, le pedí al propietario de la tienda que hiciera señas a un camión para que parara. ¿Me atrevería a ir con aquellos dos hombres en el camión? Uno de ellos me preguntó: “¿Conoce a Sophie? Estudió con mi hermana”. Llegué a la conclusión de que esta era la respuesta de Jehová a mi oración. Regresé a Santo Domingo sana y salva.
En 1953 formé parte de la delegación dominicana que asistió a la asamblea internacional de los testigos de Jehová en el Estadio Yankee de Nueva York. Allí estaba toda mi familia, incluido mi padre. Después de un informe sobre la predicación en la República Dominicana, mi compañera, Mary Aniol, y yo tuvimos una pequeña intervención en el programa para demostrar cómo predicábamos bajo proscripción.
Los gozos especiales de la obra de circuito
Aquel verano conocí a Rudolph Sunal, con quien me casé al año siguiente. Los miembros de su familia se habían hecho Testigos en Allegheny (Pensilvania), poco después de la primera guerra mundial. Después de pasar tiempo en prisión por ser un cristiano neutral durante la segunda guerra mundial, comenzó a servir en el Betel de Brooklyn (Nueva York). Al poco tiempo de habernos casado, lo invitaron a visitar las congregaciones en calidad de superintendente viajante. Durante los dieciocho años siguientes, lo acompañé en la obra de circuito.
Nuestro servicio nos llevó, entre otros lugares, a Pensilvania, Virginia Occidental, Nueva Hampshire y Massachusetts. Normalmente nos hospedábamos en las casas de hermanos cristianos. Fue un gozo muy especial llegar a conocerlos bien y servir a Jehová con ellos. Siempre nos mostraron amor sincero y afectuosa hospitalidad. Después de que Joel se casó con mi ex compañera del servicio misional, Mary Aniol, pasaron tres años en el servicio de ministro viajante, visitando congregaciones de Pensilvania y Michigan. En 1958 invitaron a Joel a formar parte de la familia Betel nuevamente, esta vez con Mary.
Karl llevaba en Betel unos siete años cuando se le envió a la obra de circuito unos meses para adquirir más experiencia. Después llegó a ser instructor de la Escuela de Galaad. En 1963 se casó con Bobbie, quien sirvió fielmente en Betel hasta su muerte, acaecida en octubre de 2002.
Durante sus muchos años en Betel, Don ha viajado de vez en cuando a otros países para visitar a los hermanos que sirven en las sucursales y en el campo misional. Sus asignaciones lo han llevado a Oriente, África, Europa y diversas partes de América. Suele acompañarlo su leal esposa, Dolores.
Cambian nuestras circunstancias
Mi padre falleció tras una larga enfermedad, pero antes de su muerte me dijo que se sentía muy feliz de que hubiéramos decidido servir a Jehová Dios. Dijo que habíamos recibido muchas más bendiciones que si hubiéramos seguido la educación universitaria que él se proponía para nosotros. Una vez que ayudé a mamá a mudarse cerca de mi hermana Joy, mi esposo y yo aceptamos la comisión de servir de precursores en Nueva Inglaterra para estar cerca de su madre, que en aquel tiempo necesitaba nuestra ayuda. Cuando mi suegra murió, mi madre pasó trece años con nosotros. Finalmente, el 18 de enero de 1987, terminó su asignación terrenal a los 93 años.
Frecuentemente, cuando nuestros amigos elogiaban a mamá por haber criado a todos sus hijos de modo que amaran y sirvieran a Jehová, ella respondía con modestia: “Coincidió que tuve ‘terreno’ excelente donde trabajar” (Mateo 13:23). ¡Qué bendición fue tener padres piadosos que nos pusieron un magnífico ejemplo de celo y humildad!
El Reino todavía ocupa el primer lugar
El Reino ha seguido ocupando el primer lugar en nuestra vida, y también hemos tratado de poner en práctica el consejo de Jesús de compartir con los demás lo que tenemos (Lucas 6:38; 14:12-14). A su vez, Jehová nos ha dado generosamente lo que necesitábamos. Nuestra vida ha sido estable y feliz.
Mi esposo y yo aún conservamos el amor por la música. Pasamos un rato muy agradable cuando otras personas que comparten el mismo gusto vienen a casa alguna noche y tocamos juntos. Pero la música no es mi carrera: es un placer más de la vida. Ahora ambos disfrutamos de ver el fruto de nuestro ministerio de precursor, la gente a la que hemos ayudado a lo largo de los años.
Pese a los problemas de salud, puedo afirmar que la vida que por más de sesenta años hemos pasado en el ministerio de tiempo completo ha sido muy feliz y estable. Cada mañana, al despertar, le agradezco a Jehová que haya contestado mi oración cuando emprendí el ministerio de tiempo completo hace ya tantos años, y pienso: “¿Cómo puedo buscar primero el Reino hoy?”.


Bailarina se desnuda en la iglesia



Muchas iglesias recurren a sorteos, ferias, bingo y otras formas de diversión a fin de reforzar su concurrencia menguante. La iglesia First Unitarian de Richardson, Texas, sobrepasó eso al usar una bailarina que se desnudaba poco a poco. Un informe periodístico dijo: “Cuando terminó su baile no le quedaba nada sino su pampanilla.” El clérigo encargado comentó que ella había ejecutado el mismo baile que presenta en un cabaret de Dallas, agregando: “No he recibido una sola queja. . . . Armonizó muy bien con nuestro servicio.” Hubo unos 200 adultos y sus hijos que observaron a la bailarina casi desnuda.