domingo, 1 de marzo de 2015

República Dominicana



Una tierra rica en recursos naturales como oro, hierro, bauxita, mármol y ámbar; una tierra bien regada que puede sustentar a su población con su producción agrícola; un país cuyo clima varía desde el de la región cálida y húmeda de las costas hasta el del agradable frescor de las montañas; una tierra de palmeras y cielos azules; esto es la República Dominicana. Su área de 48.442 kilómetros cuadrados constituye dos terceras partes de la isla que ocupa el segundo lugar entre las más grandes del grupo de las Antillas, un collar de islas que se extiende en arco desde la punta de la península de Florida hasta Venezuela. Su más elevada montaña, pico Duarte, se levanta hasta la altura de 3.175 metros, como un centinela que vigilara el perímetro exterior del mar Caribe.
Los habitantes de que primero se tiene noticia, cazadores, pescadores y agricultores indios, desaparecieron de la escena hace mucho tiempo, víctimas de la avaricia, la crueldad y el fanatismo religioso de los conquistadores católicos procedentes de España. Colón vino en 1492 y dio a la isla de Quisqueya, como se le conocía, el nombre nuevo de “La Española.” De la capital, Santo Domingo, fundada por su hermano, Bartolomé, se dice que es la más antigua ciudad de las Américas, sin contar es decir, las ciudades de los habitantes aborígenes.
Las barbaridades, los odios, las envidias y las violaciones de todo principio cristiano, que produjeron la extinción de los indios, sobrevivieron por largo tiempo entre personas mantenidas en ignorancia por la Iglesia Católica Romana, personas a quienes se les negó toda oportunidad de obtener conocimiento de la Palabra de Dios, la Biblia. Por más de cuatrocientos años la historia del territorio ha sido una sucesión de intrigas, revoluciones y guerras. Hasta en tiempos más recientes poca mejora se podía notar. En el período entre 1844 y 1916, por ejemplo, ocurrieron cincuenta y seis guerras civiles. “Para mantener la tranquilidad doméstica,” en 1916 hubo una intervención estadounidense que duró hasta 1924. Después vinieron seis años de confusión bajo lo que fue conocido como “la tercera república,” y después el largo período de dictadura llamado “la era de Trujillo.”
La influencia de la Iglesia Católica Romana siempre ha sido fuerte. Hasta 1950 se decía que el país era 98 por ciento católico. Miembros de órdenes religiosas han servido de gobernadores. Obispos y clérigos menores han estado envueltos en casi todo movimiento político. Del obispo Meriño, quien fue deportado debido a actividades sediciosas y más tarde regresó y llegó a ser presidente de la república, el actual presidente, Joaquín Balaguer, escribió que ‘no vaciló en ahogar en sangre las revueltas, como no vacilaban los familiares del Santo Oficio [la Inquisición] en conducir a la hoguera a cuantos se hacían sospechosos de herejía.’ Más tarde fue hecho arzobispo.
El trujillismo, despotismo personal absoluto, le fue impuesto al pueblo de la República Dominicana el 16 de agosto de 1930. Por treinta años Rafael Leónidas Trujillo habría de mantener a la nación en su agarro de hierro. Lo que a Trujillo le gustaba, prosperaba. Lo que no le gustaba tenía que ser eliminado. Era católico, y por eso durante la mayor parte de su régimen la Iglesia fue favorecida, se le otorgaron escuelas, puestos políticos, administración de instituciones. Los estrechos enlaces de la Iglesia con el dictador y su cruel desconsideración del aprieto del ciudadano común abrieron los ojos a muchos. Por ejemplo, más de un cura le dijo a la gente que el gran huracán de 1930 que dejó una estela de 4.000 muertos y 20.000 heridos era un castigo de Dios porque la gente no asistía a la iglesia ni contribuía suficiente dinero. Un sobreviviente, quien perdió a una hermana, un sobrino, novia, y vio a nueve miembros de su familia heridos gravemente, y solo sobrevivió porque estaba en otro pueblo bebiendo con sus amigos, declaró: “Empecé a odiar a aquel Dios que asesinaba a la gente así y que estaba interesado en dinero, un Dios que estaba dispuesto a destruir a una familia entera y dejar sin recibir daño a un borrachín desvergonzado. Hice una hoguera en el patio de nuestra casa arruinada con las imágenes que estaban en la pared del cuarto de mi hermana muerta.”


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