Si estuviera lejos de casa con el estómago
vacío, ¿qué alimento extrañaría más? Quizá las frutas o verduras frescas de su
país, o el sabroso guiso de carne o pescado que hacía su madre. Pero ¿se le
haría agua la boca pensando en el ajo?
Pues bien, hace treinta y cinco siglos, los
israelitas exclamaron durante su travesía por el desierto de Sinaí: “¡Cómo nos
acordamos del pescado que comíamos de balde en Egipto, de los pepinos y las
sandías y los puerros y las cebollas y el ajo!” (Números 11:4, 5).
En efecto, echaban de menos el ajo. Tanto gusto le tomaron que, según la
tradición, los judíos llegaron a autodenominarse “los comedores de ajo”.
¿De dónde nació su afición por esta
hortaliza? Durante los doscientos quince años que los israelitas moraron en
Egipto, fue parte integral de su dieta. La arqueología revela que ya se
cultivaba allí mucho antes de la llegada de Jacob y su familia.
El historiador griego Heródoto cuenta que las autoridades egipcias
compraban enormes cantidades de cebollas, ajos y rábanos para los esclavos que
construían las pirámides. Parece que el alto consumo de ajo les aportaba
fortaleza y resistencia. En la sepultura del faraón Tutankhamón se dejaron
muchos artículos valiosos, entre ellos el ajo. Cierto es que de nada iba a
servirle al difunto lo que tanto hubiera beneficiado a los vivos.
Remedio muy eficaz
Desde hace siglos se recurre al ajo con fines
terapéuticos. Por ejemplo, los médicos griegos Hipócrates y Dioscórides lo
recetaban para los problemas digestivos, la lepra, el cáncer, las infecciones,
las heridas y las afecciones cardíacas. En el siglo XIX, el químico
francés Louis Pasteur estudió esta hortaliza y describió sus propiedades
antisépticas. Posteriormente, Albert Schweitzer, famoso médico y misionero del
siglo XX, la empleó en África para tratar la disentería amebiana y otras
dolencias. Ante la escasez de fármacos durante la II Guerra Mundial, los
facultativos del ejército ruso decidieron curar a los soldados heridos con ajo,
razón por la que este llegó a conocerse como penicilina rusa. Y en años
más recientes se han estudiado sus beneficios para el aparato circulatorio.
El ajo se destaca no solo por sus
virtudes nutritivas y medicinales, sino también por su singular aroma y sabor.
¿Dónde se originó su cultivo? Algunos botánicos opinan que fue en Asia central
y que desde allí se extendió a todo el mundo. Pero centrémonos ahora en una
hermosa región de las Américas donde es muy conocido.
El cultivo en
Constanza
El valle de Constanza, en la República Dominicana,
goza de un clima benigno. Rodeados de montañas, sus fértiles terrenos reciben
abundantes precipitaciones, condiciones ideales para el cultivo del ajo.
En septiembre u octubre, los agricultores
constanceros preparan los campos y trazan surcos profundos separados un metro [3 pies]
entre sí. En cada lomo de tierra abren tres o cuatro surcos menos hondos,
en los cuales sembrarán ajo. Los trabajadores se dedican, entretanto, a separar
los dientes que forman las cabezas, los cuales serán sembrados tras media hora
en remojo. El crecimiento de la planta tiene lugar durante el suave
invierno dominicano.
En marzo o abril se inicia la recolección.
Los cosechadores desarraigan las plantas maduras y las dejan en los campos
cinco o seis días. Luego las recogen, les quitan las raíces y la parte
superior, y colocan los bulbos limpios en cribas, donde se secan al sol durante
un día entero, después de lo cual están listos para la venta.
Intenso aroma en
frasco pequeño
Cada vez que nos sentamos a disfrutar de un
guiso o una ensalada, la nariz nos advierte sin dilación si lleva ajo. Pero
¿por qué no huele el bulbo cuando está entero? Porque las potentes
sustancias que contiene un diente están aisladas hasta que se aplasta, pica o
machaca. Cuando se desmenuza el ajo, una enzima llamada alinasa entra en
contacto con otra sustancia, la aliína, produciéndose una reacción instantánea
de la que surge la alicina, causante del aroma y sabor característicos del ajo.
Cuando uno muerde un pedacito de ajo fresco,
la alicina se libera en la boca. Sea que nos agrade la sensación o no, el aroma
pronto nos envolverá. Una forma de evitar que el aliento huela tanto a ajo es
mascar un poco de perejil o clavo de olor.
Sin embargo, hay que tener en cuenta que el
olor que despide nuestra boca procede principalmente de los pulmones. Cada vez
que comemos ajo, las sustancias van del aparato digestivo a la sangre, y
mediante esta a los pulmones para llegar finalmente a la boca. Al espirar,
el penetrante olor sale con el aliento, y eso no se puede evitar
ni con enjuagues bucales ni con ramitas de perejil. ¿Hay algún
remedio definitivo? A decir verdad, no, pero si a los que nos rodean les gusta
comerlo, tal vez ni lo noten.
En muchos países es inconcebible una comida
sin ajo. Sin embargo, incluso en los lugares donde se usa poco, hay un buen
número de personas convencidas de que este condimento ofrece muchísimas más
ventajas que inconvenientes.
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